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La pedagogía negra de la Iglesia

José Carlos Andrade García  |  06 de febrero de 2015 (20:21 h.)
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Solo hay que ver la asignatura de religión que se enseña en muchas escuelas de países tradicionalmente católicos como España, que nada tiene que ver con la religión o las religiones sino únicamente con el catecismo doctrinal de la Iglesia

Por temor a Dios, a la duda o al «pecado original» muchos padres obligan a sus hijos a creer en la religión antes incluso de que tengan uso de razón, pues sólo así aceptarán de manera incuestionable las múltiples incoherencias y contradicciones de su doctrina. Los representantes religiosos, a su vez, se encargarán de pulir las posibles asperezas psicológicas del niño, pues saben muy bien que en esos primeros años el cerebro es fácilmente manipulable. Después ya será demasiado tarde. Un adulto que no haya sido educado en la religión del miedo jamás se tomará en serio tales preceptos, los cuales tachará de absurdos e infantiles. Una vez se les ha inoculado a los niños el temor a Dios y a la vida, muy difícilmente podrán resarcirse de ese miedo, ya que en ellos orbitará de continuo la idea de la culpa y la condenación, que se extenderá hasta el inconsciente (no es de extrañar que muchas personas autodefinidas como ateas se descubran rezando a Dios en momentos delicados). Es importante entender que la mayor barrera contra el desarrollo emocional es el miedo a ser uno mismo.

Solo hay que ver la asignatura de religión que se enseña en muchas escuelas de países tradicionalmente católicos como España, que nada tiene que ver con la religión o las religiones sino únicamente con el catecismo doctrinal de la Iglesia. Si consideramos ilógico que la asignatura de geografía comprenda únicamente las capitales y los ríos de un solo territorio, ¿por qué eso mismo no nos resulta ilógico en la asignatura de religión? ¿Simplemente porque lo vemos como una costumbre bien arraigada? Pero hacer de algo absurdo una costumbre no lo convierte en menos absurdo. Si la asignatura de historia, por ejemplo, comprende la historia de la civilización humana, y la asignatura de literatura comprende, entre otras cosas, la historia de la literatura, ¿por qué en la asignatura de religión sólo se «estudia» un catecismo incoherente que poco o nada tiene nada que ver con la religión cristiana que representa? ¿Tal es el poder de la Iglesia que ni siquiera el Estado, supuestamente laico, es capaz de actuar sin su consentimiento?

Es evidente la importancia de una asignatura que comprenda la historia de las religiones, pues éstas son intrínsecas a los orígenes del hombre y su evolución. De hecho considero de vital importancia su estudio en las escuelas, ya que nos serviría para adquirir una mayor y más profunda comprensión del ser humano y por ende de nosotros mismos. Estudiar la historia humana sin conocer la historia de las religiones es como estudiar lengua sin conocer la literatura; o estudiar física sin conocer la química; o estudiar biología sin conocer la geología. Pero ¿por qué ese temor de la Iglesia a permitir el estudio de otras religiones, incluso la suya propia, el cristianismo? ¿Quizá por miedo a que el estudiante (y futuro cliente) tenga a su haber demasiadas referencias «innecesarias»? Aunque es cierto que en algunas escuelas se ha creado un apartado –en la propia asignatura de religión– llamado «Historia de las religiones», no es mucha la información que se cuenta, ya que está sometida al control escrupuloso de la cúpula vaticana. Lo ideal sería, como es evidente, que dicha asignatura fuera impartida por académicos laicos e independientes del aparato eclesiástico, de manera que la religión se convierta en una asignatura formativa, y no simplemente adoctrinal.     

¿Cuándo comprenderán los representantes religiosos que la disciplina y la obediencia ciega sólo conducen a lo contrario que se pretende fomentar? Pretender, o mejor dicho, obligar a los niños (con sutiles y veladas amenazas infernales) a ser católicos y a tener solamente pensamientos «buenos y piadosos» es negarlos como personas, una monstruosidad carente de toda lógica y psicología. Para desarrollarse y conocerse a sí mismo, el niño necesita expresarse sin censuras, equivocarse, dar rienda suelta a sus sentimientos sean buenos o malos. La represión sólo servirá para fomentar sus peores instintos.

Si Jesucristo por ejemplo no hubiera sido un rebelde, un revolucionario de su tiempo, si no hubiera irrumpido violentamente en el templo desatando su ira contra los mercaderes, el cristianismo nunca hubiera surgido. Ahora bien, si alguien irrumpiera en el Vaticano desatando su ira contra la hipocresía del papa y los cardenales, ¿no sería rápidamente ingresado en una institución mental? Por el contrario es deber de los fieles cerrar los ojos a cuantos abusos cometan sus representantes y obedecer sus órdenes como si fueran sagradas, so pena de excomunión y «condenación eterna». El propio Jesús llamó hipócritas a esta gente, «serpientes, generación de víboras». El espíritu de lucha, la sed de justicia, la dignidad, la lealtad a uno mismo, todo aquello que caracterizó a Jesús se transformó por obra y gracia de sus representantes en una cobarde sumisión al engaño, a la hipocresía, a la mezquindad. Buda, por ejemplo, se iluminó cuando finalmente prescindió de toda búsqueda, de toda disciplina. Sencillamente se sentó bajo un árbol sin esperar ni desear nada. Cuando sentía ganas de comer, comía. Cuando sentía ganas de dormir, dormía. Cuando sentía ganas de reír, reía. Esa es la verdadera esencia de la felicidad o la iluminación, algo que el budismo no entendió o quiso entender, convirtiéndola en una búsqueda, una disciplina, un dogma. Sus organizadores sabían que sin oraciones, ritos, ayunos y amenazas infernales, no habría negocio. No encuentro mucha diferencia entre un internado budista del Tíbet y un internado católico de cualquier país del mundo, ya que en la mayoría de ellos los niños son despojados sistemáticamente de su voluntad y sometidos a todo tipo de abusos físicos y psicológicos. Colin Goldner:

«Aquél que no obedezca las leyes divinas de los lamas se encontrará a sí mismo, inevitablemente, en uno de los dieciséis infiernos. Uno de estos consiste en ser sumergido hasta el cuello en un “maloliente pantano de excrementos”, mientras, al mismo tiempo, es “picoteado y roído hasta el hueso por los afilados picos de navaja de los enormes insectos que allí viven”. En otros infiernos uno es quemado, estrellado, exprimido y aplastado por grandes piedras o cortado en mil piezas por inmensas cuchillas afiladas… » Y esto se repite constantemente por épocas inmensurables. Lo que este tipo de karma, iracundo y patológico provoca en las cabezas de personas simples y sin educación –sin mencionar las cabezas de niños de tres o cuatro años quienes son saturados con esta información– uno solo puede imaginárselo con estremecimiento». (“El Mito del Tibet”)

La religión y el ejército se han sustentado sobre la base de una civilización  violenta y coercitiva basada en la obediencia y sumisión a los progenitores: «Honrarás a tu padre y a tu madre» aunque te conviertan en una marioneta sin voluntad, en un despojo humano. Sin este tipo de «educación» ambas instituciones se desmoronarían como un castillo de naipes, ya que perderían su potestad como autoridades incuestionables o superpadres sustitutorios. No es de extrañar que incluso en los libros llamados «sagrados» se exalte la pedagogía negra, la educación autoritaria y psicopática como un bien para el niño y la sociedad, ya que el método autoritario produce sentimientos de falta de poder y autoestima y vuelven al niño dependiente de la autoridad, fomentando así el vicio, la violencia y la corrupción que hipócritamente tratan de combatir.

Debería prohibirse que los niños sean educados o participen en instituciones religiosas, que limitan su desarrollo emocional y cognitivo para servir a los intereses de unas organizaciones que no se caracterizan precisamente por ser democráticas y pedagógicas. El adulto, que ha tenido tiempo de desarrollar sus capacidades cognitivas y edificado su personalidad, puede, si quiere, afiliarse y atenerse a las normas de tales instituciones, ya que a diferencia del niño conoce las expectativas que se le ofrecen y es libre de aceptarlas. Podrá entonces someterse libremente y sin miedos a una disciplina que quizá le ayude a disminuir el tan denostado ego y a mejorar su calidad de vida, pues como persona adulta y madura habrá comprendido que este ego, tan imprescindible en las primeras etapas de su vida, ya no le proporciona la valiosa fuerza  que antaño le ayudó a forjar su identidad.

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